Pequeño o grande, todos llevamos un Carpanta dentro. Más ahora, en Navidades. Navidades, tiempo de atracones a mano armada, en feliz expresión de ese bullanguero de los fogones que es el cocinero vasco David de Jorge. Más aún desde que en 1966 Pablo VI tuvo a bien dispensarnos de la vigilia de Nochebuena. Navegamos el mar de las Navidades entre olas de derroche y empacho. Tampoco es extraño, España ha sido tierra de hartazgos ocasionales a la sombra de hambres seculares. El empacho. Camacho. Las bodas. Cervantes.
Comemos de más. El que puede cuando puede… Lo cuenta Cervantes y lo cuentan los demás. Según Blasco Ibáñez los valencianos pudientes de su tiempo comían por Navidad sopa espesa de menudillos, yemas y pan; cocido de garbanzos con col, nabo, ternera, tocino, morcilla y chorizo; lomo de cerdo y longanizas con pimientos y tomate; merluza con lechuga y rábanos; pavo con aceitunas y alcaparras; capón… y postres a discreción. En Villagarcía de Arosa, según Julio Camba, se estilaban los garbanzos con patatas y repollo, las empanadas de anguila, la liebre con coles moradas y las grandes fuentes de arroz con leche. En Madrid, en palabras de Ramón Pérez de Ayala, por Nochebuena se cenaba sopa de almendras, lombarda, besugo, cascajo y compota. Cuanto más mejor.
En mi infancia el recetario navideño, al menos en mi casa, estaba repleto de verduras de invierno (en especial el puerro, por si fuera menester el apaño sanador de la porrusalda), de pescados de invierno (con la merluza y el besugo como blancos gallardetes) y de frutas de invierno (naranjas, manzanas…). Recuerdo la muy noble sopa de pescado como si fuera la locomotora de aquel tren culinario. La cocina, la que ya no existe, la única cocina que puedo seguir llamando mía, olía a sopa de pescado desde mucho antes de cenar. Recuerdo las angulas en su infierno de barro, recuerdo su tenedor de palo. Recuerdo también, deslumbrantes, las rodajas de limón barrenando las carnes del besugo. El horno caliente y la sidra fría (porque mi abuela no bebía champán, que lo del cava vino luego o yo me enteré luego). Y la piña de allende los mares. Y la naranja preparada con azúcar y canela, bendita de Cointreau. Y, sobre todo, gran dama, lasciva sin yo saberlo, la humeante compota de manzana, uvas y ciruelas pasas, higos secos, orejones, vino y especias. Y los turrones, los turrones de antes de que los turrones fueran el contenedor de todo desorden culinario, es decir, cuando eran solo dos, como Cáceres y Badajoz (al menos hasta que llegó Suchard con su turrón de chocolate). Y como por angelical añadidura, el pan de Cádiz… El café en aquellas tacitas que solo se usaban por Navidad y que mi madre decía que eran de barro inglés; y, en copa caliente, el Grand Pere que bebía mi padre. Y mi tío. Y los demás… y el alboroto. Y la ilusión sencilla y limpia con que yo esperaba a que mi padre me ordenara traer de su despacho los habanos. Humo. De todo eso ya solo queda el humo del recuerdo (y doce tazas de barro inglés).
Eso fue antes de que los vecinos de arriba militaran en el solo halal y los de abajo cenaran tamales rellenos de cochinita pibil. Eso fue antes de que se nos colara el panetone, eso fue en aquel tiempo raro en que las felicitaciones – de puño, letra y sello- llenaban el aparador, entonces, cuando el papel de plata de la tableta de chocolate era, en el Belén, río de esperanza, cuando la magia se apellidaba Borrás y los sueños, Scalextric.
Elsa M García Vega says
Excelente relato Navideño, de fina pluma . Enhorabuena me ha encantado. Lo he conocido gracias a un amigo común Demetrio que me lo ha enviado.
Da gusto leer y sumergirse de una forma tan sutil, ceremoniosa, cuidada y sencilla en el relato. Mi mas sincera enhorabuena.
Fernando Valbuena says
Gracias!