El día que murió Franco la pizarra anunciaba caracoles picantes. Carmelo tenía buena mano para los caracoles y bonita caligrafía. Era el Bar Carmelo uno de esos bares estrechitos, de barra larga y cocinita de juguete; una barra larga que iba a morir a un pequeño patio. Dos tinajas inmensas y cuatro tipos que tomaban allí, cada día a la misma hora, su vino. Al final de la barra, a la luz del patio. Desde hacía años. Vino, caracoles picantes, berenjenas con miel y, los sábados, si se terciaba, cazón en adobo. Los cuatro hicieron la guerra. O, al menos, la padecieron. Cuatro varones que, cada día, entre chatos de vino, hablaban de lo que estaba por venir. Uno era barbero. Al estallar la guerra cruzó el Darro y en Guadix se alistó. Entonces, aún un muchacho sin oficio, era, o creía ser, anarquista. Lo que pasó en Guadix nunca lo contó, ni siquiera contó que penó ocho años de cárcel. Tres años de guerra, ocho años de cárcel y una barbería en la que cortaba el pelo a tijera y a navaja. También a un abogado cincuentón que en guerra fue el niño huérfano de un señorito de Loja al que apiolaron una noche en que no hubo ni luna ni piedad… El Bar Carmelo estaba frente a la barbería y frente a los juzgados. Y bebían y hablaban de lo que estaba por venir. Ellos dos y otros dos. Uno, hijo de un médico socialista, acabó la guerra, quién sabe el porqué, de oficial de regulares (y su padre bajo la tierra leve de Tánger). El otro era uno que bebía de más desde que no escribía poemas, y que aquella primavera del 36 fue falangista. Después nada pidió y nada le dieron salvo la contabilidad de una empresita sin luces a la calle. Hablaban de esto y de lo otro, y con Carmelo eran cinco. Carmelo pasó hambre durante años, más o menos los mismos que su padre estuvo de topo, al amparo de un curita vasco, en un campanario desde el que, sin tregua, veía los rojos tejados de Santa Fe. El abogado andaba ya enredado en la política del colegio y del casino. El oficial de regulares tenía pingües negocios en Marbella. Carmelo, que les tenía tomada la matrícula, se preguntaba qué extraña torrentera los había varado en su barra, junto al patio de luces. Se trataban de usted. A veces reían. A veces, pocas, se preguntaban por la familia, pero nunca nada sobre la guerra. Ni sobre la cárcel. Ni sobre los poemas de los poetas. Cuatro, eran cuatro. Casi cinco. Hablaban de lo que estaba por venir. El día que murió Franco era jueves. El primer jueves de otros muchos jueves. Dos jueces, a lo suyo, distantes, tomaban el aperitivo en el otro extremo de la barra, el más cercano a la puerta de entrada. Nadie brindó por nada. De aquella guerra ya casi cuarenta años. Con o sin Franco. Cada uno en sus diarios afanes. Los cuatro sabían y callaban que hubo un tiempo en que bien podrían haberse matado. A tijera y a navaja… En cambio, ahora, tomaban juntos vino de Jumilla y caracoles de la vega. En paz. Ellos y, con ellos, sus muertos. Los muertos de todos. Cruz y raya. Una guerra civil nunca más. En España, no. Y en eso el poeta recordó un verso de Federico que decía algo sobre un corazón al que ya no le cabían más heridas. Y Carmelo, por primera vez, bebió con ellos. Bebieron juntos el machadiano vino de las tabernas. En paz. Con respeto y sin reproches. Hasta hoy.
Ricardo Hernandez Mogollon says
Excelente articulo. Una guera civil, nunca mas. En España, no. La bendita Transicion a la Democracia fue el abrazo entre las dos, partes. Lo demas, pura, demagogia. Ganas de sembrar el odio y el enfrentamiento.
Fernando Valbuena says
Eso mismo opino…
Fernando says
Magnífico como siempre