Salvo dentro del agua, aquí no hay quien respire. Ni lea, ni escriba. Admiro a quienes son capaces de escribir en cautiverio. Admiro, pongamos por caso, a Fray Luis de León que tuvo el ánimo templado para escribir en las paredes de su celda aquella décima memorable: “Aquí la envidia y mentira/ me tuvieron encerrado./ Dichoso el humilde estado/ del sabio que se retira/ de aqueste mundo malvado…” No estoy hecho de esa madera. Llevo quince días sin leer. Debe ser el calor; ese calor sin ausencia que lo mismo castiga de día que de noche. Ni leo, ni escribo.
Veo pasar la vida en la piscina, sin gafas, que es la mejor manera de ver en paz. A mi edad lo mejor es no ver según qué. Lo que se ve y lo que se deja de ver… por ejemplo, los bikinis de cuerda, de los que escribe con tanto ludibrio Juanma Cardoso, y los que no pasan de hilo dental. Sin gafas sostengo la mirada. Ni acierto a ver ni me aciertan. De la mili me salvé por miope y ahora me queda esa pena. A mi espalda niños asilvestrados chapotean y blasfeman. Ojalá necesitara audífono, podría prescindir de él y no oír. Las blasfemias, por ejemplo. ¡Cuánto me duelen las blasfemias! Chapotean, blasfeman y juegan a la pelota con virulencia. La piscina es lindera con la playa. Una playa que ya no es la que conocí; ha mermado en estos últimos años. Tras el baño me siento y miro. Sin gafas me pierdo la lujuria de las trémulas nalgas desnudas, pero me ahorro el sofoco de las lorzas y el dislate de los tatuajes. Hay señoras bilingües que se bañan, para mi sorpresa, con gafas de sol. Yo, que me baño en silencio y sin gafas, veo pasar las nubes mientras me hago el muerto. Las nubes, así vistas, de frente, cara a cara, a plomo, en caída libre, son más de verdad. Las orejas bajo el agua y los ojos vueltos al cielo… y todo lo de uno y hasta todo lo ajeno, parece encerrado en las nubes. Vivir es ver pasar las nubes, volver a ver pasar las nubes. Lo dijo Azorín. Quizá tuviera razón.
De siempre, aquí en La Manga, uso la toalla de baño de mi suegro. Mi suegro murió en 1990; por entonces aún los caballitos de mar no se habían ido ni las medusas habían venido. De los caballitos no queda nada, a lo sumo, souvenirs, pero aquí sigue la toalla. Tendrá más de cuarenta años… Banderitas náuticas sobre fondo azul… De joven, cuarenta años se me antojaban un mar sin orillas y ahora… ahora cuarenta años, al menos estos últimos, son tan solo una ola. Solo una. Una olita de juguete marmenorense rompiendo en el muro de la piscina.
Al atardecer, en lo que queda de playa, la gente, más o menos vestida, se fotografía una y otra vez contra el sol… Un joven se lleva las motos de alquiler como mamá pato se llevaría a sus pollitos; lo hace a poniente, quizá a San Pedro del Pinatar, quizá a San Javier…
Anochece. Aquí sentado, mirando a este mar chiquitito en perpetua calma, mirando sin gafas, pienso que pronto volverá a mordernos la urgencia del día a día. No sé si la toalla de mi suegro está pasadita o no. A mí me parece una maravilla. Ni una mancha, ni un mal siete… El verano, mi verano y sus diarios, tocan a su fin. Temo ponerme las gafas y ver lo que no quiero ver…
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