Creo que soy el único ciudadano emparedado entre dos medallas de Extremadura, entre corcheas y dioptrías, entre María Coronada en el quinto y Ángel Sánchez Trancón en el tercero. Magníficos dos con los que compartir las estrecheces del ascensor. A Marco Sánchez Becerra, que también resultó ser Medalla de Extremadura, lo tengo, en la vida y en la muerte, por hermano. Poco más. A José Pizarro le debo una botella de champagne, que no se me olvide. No he tenido mucho más roce con tan distinguidos señores (y señoras). Ni quito ni pongo rey… que no soy quien.
Al turrón. Este año uno de los distinguidos meó fuera del tiesto. La ceremonia de entrega de las medallas, dada su solemnidad, no es el mejor momento para un quítate tú que me ponga yo. Se supone que, precisamente por ese carácter institucional, hay que aparcar por unas horas lo que nos enfrenta. No hacerlo es, cuando menos, inoportuno. El muy medallista vino con la escopeta cargada para meterle plomo en las posaderas a Juan Carlos Rodríguez Ibarra; a bocajarro, en su discurso de agradecimiento y sin venir a cuento, propuso sustituir el 8 de septiembre como día de Extremadura por el 25 de marzo. A estas alturas, y salvo para unos pocos sectarios anclados en la mamandurria del guerracivilismo, la Virgen de Guadalupe concita un sentimiento compartido por todos los extremeños. Acertó Ibarra. Proponer la ocupación de fincas por los jornaleros de la UGT como día de Extremadura es proponer el día de los unos contra los otros, algo así como si hubiera propuesto como día de Extremadura el de la toma de Badajoz por los legionarios de Yagüe. Tal cual. Nadie protestó (quizá por no tener que afear al premiado su torpeza), pero la meada salpicó.
La polémica vino luego, cuando Ibarra dijo no estar dispuesto a recibir lecciones de quienes abandonan Extremadura a su conveniencia; el guerracivilista se sintió señalado y, en caliente, presentó un certificado que en realidad nada dice sobre cuál es su domicilio. En un periódico de este mismo grupo editorial, La Opinión de Murcia, asegura que vivir en Cieza se le hace llevadero. Algo debía saber Ibarra… Es evidente que cada cual puede residir allá donde tenga por conveniente, tan evidente como que aquí hay gato encerrado.
Cuando menciono a Ibarra siempre hay quien que me asegura que fue un déspota; que mucho blablablá, pero dejó a Extremadura exactamente donde la encontró, es decir, en el furgón de cola de casi todo. Tal vez. No lo recuerdo. O no quiero recordarlo. A estas alturas en mi memoria queda lo otro. Queda su voz, la que durante un tiempo fue la de Extremadura. Queda el cómo pronunciaba tu nombre, Extremadura… Cuentan que los soldados de los tercios no mataban por su rey, sino por su capitán. Es verdad. Y, sin que llegue la sangre al río, yo mato por mi capitán cuando invoca el nombre de Extremadura.
En Miajadas, en un acto de su partido -que sigue siendo el PSOE-, Juan Carlos Rodríguez Ibarra volvió a tronar. Dijo lo que los tibios, los medrosos y los taimados de su partido callan; volvió a levantar su voz en defensa de su tierra, esta vez frente al vil atraco del cupo catalán. Cantó (les cantó) las verdades del barquero. Alguno quedó, a juzgar por su cara de lelo, al borde del soponcio. Otros, para esquivar el tiro, le buscaron tres pies al gato; los mismos abrazafarolas que durante años le adularon, ahora le critican. Y pienso yo que lo que les duele de verdad es verse tan pequeños y tan serviles ante un gigante que aún es capaz de tronar en la noche callada.
Jmonterde says
Como siempre buen análisis. Un abrazo
Fernando Valbuena says
Gracias por compartirlo!