¡Cuerda! ¡Va! ¡Voy! ¡Asegura! Siendo casi niños caminamos juntos por trochas y barrancos, al pie de las quebradas y aún sobre los despeñaderos. Juntos, cantando tras el vuelo del águila. Juntos alcanzamos la cumbre solo por ver más allá, más allá de los mares, allá donde se canta y se reza en español, que es como decir las dos orillas de una misma entraña. Del Aneto al Mulhacén, del Gorbea a Peñalara, del Risco de la Nava al Roque Nublo, del Almanzor al Montseny… Tanto anduvimos bajo los rayos de un mismo sol que por uno nos tuvieron. Y fue nuestro el laurel de la victoria.
Mas en eso llegaron las tinieblas. Sobre los neveros, aterrador, el eco enloquecido del viento. Eran las noches tan largas y tan frías que nos cansamos de soñar con dar al mundo mundos nuevos. En aquel refugio, escondidos de la tormenta, escondidos de nosotros mismos, dejamos de creer. Allí, en la oscuridad de la noche, asustados de las sombras. De nada nos faltaba y, sin embargo, por todo se discutía, los unos contra los otros. A diestro y siniestro… dejamos de ser uno. De los laureles hicimos leña. Y la cordada quedó rota.
Fue entonces cuando alguien recordó que allá abajo, en el valle, cada cual tenía su casa y su granero… su lengua y sus muertos. Los ricos pensaron que era mejor volver antes de que los pobres les robaran. Y los pobres que era mejor robar antes de que los ricos les negaran el pan. Nos dividimos en partidos, cada partido un egoísmo, embozados todos en las viejas querellas por las que se mataron nuestros padres. Aquella noche pasamos frío como nunca antes lo habíamos pasado. Un frío desconocido venido de un averno interior, helado y cruel, que nos quebró el alma. A dentelladas quedó rota la promesa de volver juntos a las cumbres.
Los más se fueron antes de que amaneciera. Se fueron sin esperar a la primavera, rota ya la cordada, rota la promesa. Al llegar a sus aldeas se encerraron en sus casas y, envueltos en egoísmos, recogieron el ganado en sus establos y el grano en sus graneros. Se escondieron de sí mismos. Y renegaron ante sus vecinos de haber sido uno con los demás en las trochas que suben a las cumbres desde donde se ve más allá de los mares, allá donde el sol, al atardecer, señala el rumbo a las carabelas.
Los menos se quedaron en el refugio. Entonces uno de ellos -como la luz que penetra en la sima- propuso escalar juntos, una vez más, una última montaña mientras las nieves lo hicieran difícil. Sin esperas, sin mirar atrás. Ser otra vez cordada. “¿Y si no hacemos cumbre?”, preguntó el más viejo. “Alguien contará que caminamos juntos, lenguas y razas, nosotros, los nacidos de la misma piel de toro, rotos de intemperie, por trochas y barrancos, al pie de las quebradas y aún sobre los despeñaderos, cantando tras el vuelo del águila…” Y el más joven, no más que un niño, puesto en pie dijo sin miedo: «¡Voy!”
¡Cuerda! ¡Va! ¡Voy! ¡Asegura! Y fueron cordada, y al llegar, en la cumbre, junto a la cruz, clavaron su bandera.
Al volver, vieron que el valle estaba florido, que era ya, otra vez, primavera, que no eran pocos, que eran uno. En eso, el que habló primero, abrió su mochila y en sus manos halló sangre y oro…
Feliciano Correa says
A Sánchez Mazas le hubiera gustado. Y Eugenio Montes lo habría aplaudido. Hasta el gordo y noble por casa, Agustín de Foxá, gozaria con tus letras. Una fiesta como la Hispanidad, no merecía menos.
Bien Fernando
Fernando Valbuena says
Gracias por el piropo, Feliciano!
Miguel Àngel va delarivs says
Precioso escrito