El pasado uno volví al teatro. Volví a la caricia del terciopelo rojo, a las lindes de la Hostería del Laurel y al “cuál gritan esos malditos”. Volví al misterio de la salvación del alma en un postrer instante de contrición. En eso pensaba al salir…
De joven tuve poca simpatía por Juan Carlos I. Exactamente ninguna. Siempre al pairo de sus propios intereses. El mismo desparpajo que tuvo para jurar los principios generales del Movimiento lo tuvo para abjurar de ellos. En aquel tiempo, lo mismo que ahora, no me parecía que la madera de perjuro fuera buena madera para tallar reyes. Luego vino la pantomima del 23F, que al cabo de los años resultó ser una engañifa descomunal. Así que no, no le tuve simpatía. Iba yo por entonces repitiendo aquello de que la monarquía es, o debía ser, una institución gloriosamente fenecida. Luego, con la calma que para juzgar dan los años, concluí que, si muchos fueron sus errores, mayores fueron sus aciertos. Llamémosles aciertos o vengamos a reconocer que durante su reinado la convivencia entre españoles fue posible.
Seguía siendo yo más o menos republicano cuando llegó Felipe VI. Reconozco que por lo poco que sabía de él le creía un muchacho antojadizo y faldero. No vino a aumentar las esperanzas el error de casar con una divorciada de pasado cuanto menos vidrioso, que si Almendralejo que si patatejo, que si trepa que si no trepa. Así que cuando me llevaron a una tele para opinar sobre el reinado que se iniciaba, opiné que tal vez sí, que tal vez no, o sea, como los melones (y los toros de lidia).
Al final ha resultado que sí, que llevábamos el número premiado. En dos ocasiones he intercambiado unas pocas palabras con él y de las dos he sacado la mejor impresión. Tengo a Felipe VI por un rey cabal. Tanto que he decidido, al menos mientras dure su reinado, aplazar mis afanes republicanos. No le tembló el pulso a la hora de alzarse frente a los golpistas catalanes, manifestó públicamente su decisión de renunciar a la herencia de su padre y, ahora, por si al pastel le faltara una guinda, ha dado la cara y, como el toro bravo, se ha crecido al castigo en Paiporta. Él y ella. Los dos. Al verlos entre balas de barro y palabras de fuego me vino a la cabeza otra vez el Tenorio, y pensé que tanto las almas como las vidas se justifican en ese minuto implacable del que hablaba Kipling en su poema If. Ese minuto en el que te salvas o te condenas ante Dios… o ante la Historia. Ese minuto, repleto de sesenta segundos magníficos, lo tuvo Felipe VI en Paiporta. Y fue, además de rey, hombre. La vida en un minuto, la vida en un apartar los paraguas, alzar la mirada y apretar el paso. Apretar el paso mientras los conejos reculan (que es donde se descubre que son conejos). La vida del arquero en lo que se tarda en tensar un arco. Un minuto, menos aún, un segundo, el que va de la salvación a la condenación.
Eso pienso, que tenemos un rey como no habíamos tenido y como, probable y desafortunadamente, no volveremos a tener. Eso pienso mientras camino de vuelta a mis asuntos. Un minuto, solo uno, el que va de estar a un paso de la muerte en un quirófano a entrar en un supermercado y oír Suspicious man de Elvis. Entrar y bailar. De la nada al todo. ¿He dicho Elvis? ¡Larga vida al rey! ¡Viva el rey!
Isidoro says
Fernando. Yo no admito que la jefatura del estado sea un bien patrimonial que forme parte del caudal relicto del fallecido. Pienso por ello exactamente igual que tu. Pero posiblemente en la españa actual es un mal menor tener Reyes que presidentes de la república. Como siempre, me han gustado mucho tus palabras.
Fernando Valbuena says
Gracias Isidoro!