Ver correr es relajante. Correr en manada. A mansalva. Es como si la vida o, mejor dicho, los vivientes de tu especie, se te ofrecieran en pantalla grande. A zancadas varias. Como si fueran los dibujos que se agitan en el tambor giratorio de un viejo zoótropo. Poco más que una ilusión óptica. Reconfortante vista, así, a zancadas urgentes. Tan urgentes que los ojos se embelesan en la contemplación de los corredores. Atletas inciertos, innúmeros, con su dorsalito en el pecho. Una mujer joven le ha puesto dorsal a su perro. Quizá la carrera tenga fines benéficos. O quizá se haya cansado de correr. No corre, pero camina junto a los que sí corren. Nadie está libre de un sopapo de cansancio. En eso pienso mientras veo que corren en tiovivo. Y dejo de pensar en el cansancio y en las anginas de pecho para pensar en que correr sin destino es un tanto absurdo. Es lo que va de volar a revolotear. Me acuerdo, perdón por la pedantería facilona, de Séneca y aquello de que no hay buen viento para el barco que no va a ningún puerto. ¿Puerto? Santander. Y Pombo (Santander, 1939). Pombo acaba de decir que escribe porque nunca se le dieron bien ni las matemáticas ni el correr. Aquí algunos corren como liebres. Van en cabeza. Quieren ganar. Especímenes magníficos. Aparentemente sanos, ciertamente bien constituidos. Mitad humanos, mitad máquinas. Bellos. El hombre a la carrera, cuando está dotado para ella, resulta admirable. En cabeza cinco o seis corredores se disputan el triunfo. Guardan entre ellos cierta distancia. Se calibran las fuerzas. Se acechan. Lo demás es tropilla. Hombres los más. Al menos en la primera mitad del pelotón. Me entretengo comparando sus distintas maneras de correr. Cada cual pisa a su manera. Hay casos extremos. Uno, como si fuera una bailarina, pisa con la puntera mientras respira con un aire cómico. Tras él una gacela pálida en bikini. En eso pasa uno bajito y gordo. Mira su reloj. Son la diez y diez de la mañana en la orilla de este río. Detrás de él aparece un tipo alto y flaco. La estampa de ambos dos, el flaco detrás del gordo, también tiene su miga. Los hay molondros que arrastran los pies. Siguen pasando. Sin cuento. Los ojos no atienden a tanto. Ni las entendederas. Es un espectáculo relajante, pero un tanto narcótico. Los hay zambos. Alguno se me antoja contrahecho. Veo un tipo musculado que no pita como debiera. Más de uno jadea. Otro que mira su reloj. Y, al verlo, el que va detrás de él lo mira también. Dos veces, como miraba John Wayne. No me imagino a John Wayne corriendo en círculos. Ni siquiera cabalgando en círculos. Y las mujeres. Y las mallas. Las mallas -en realidad las mujeres dentro de sus mallas- me recuerdan a la muy noble y muy leal Villarcayo. A las morcillas de arroz y a sus formas imposibles. Tan ricas ellas… Es pronto para morcillas, pero, en cuanto pasen, cruzo la calle y, junto a la fuente, en la terraza del bar, al sol enclenque del otoño, desayuno (y van dos). Y siguen pasando. Ahora ya la morralla. Los entrañables. Un ciego amarrado a sus dos lazarillos. Una gorda, envejecida por el sobrepeso, cierra la carrera despreciando a los que la desprecian. Va vestida con mallas de mil colores, teléfono al cinto, rubio de bote cardado, destartalada y hasta encorajinada. El resto camina, no corre. Charlan. Ríen. Oyen música a toda pastilla. Tres muchachitas en flor cantan por Rocky. Y vuelta a empezar, que por allá llegan los escapados. ¡Rápido!, que, como no corra, no cruzo y me quedo sin desayunar.
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